Texto de Jorge Costadoat sj
La Iglesia Católica en Chile se prepara a la venida del Papa. ¿Será importante su visita? Suponemos que sí. Pero, ¿será decisiva? Es decir, ¿podrá marcar un antes y un después? Urge que así sea.
Vista la Iglesia a la distancia de los últimos sesenta años, distingo dos grandes etapas, y espero una tercera. Desde 1961 hasta 1991, su planteamiento pastoral puede ser denominado “Catolicismo Social”. Esta larga etapa, a su vez, tuvo dos períodos. El primero, antecedido por la atención que la jerarquía católica puso a la “cuestión social” desde el siglo XIX, cuyo difusor fue el Padre Hurtado, tuvo por hito el impulso de la reforma agraria. Precisamente el año 1961 el episcopado decidió motivarla con la cesión de las propiedades de las diócesis, iniciativa concretada de un modo emblemático por don Manuel Larraín y el Cardenal Silva Henríquez.
El segundo período, desde 1973 hasta 1991, la jerarquía católica, los sacerdotes y las religiosas, laicos y laicas cristianos y creyentes en la parábola del buen samaritano, se abocaron a la defensa de las víctimas de las violaciones de los derechos humanos, personas ejecutadas, desaparecidas, torturadas, y al acompañamiento y cuidado de sus familiares. El ícono de estos años fue la Vicaría de la Solidaridad. La Iglesia Católica chilena interpretó el Evangelio como nunca lo había hecho en su historia. También por estos años, a instancias del obispo Juan Francisco Fresno, ella convocó al Acuerdo nacional que tuvo por objeto luchar para recuperar la democracia. En esta etapa, en sus dos períodos, la postura eclesiástica oficial fue bien acogida por unos, pero resistida por otros. Ya por estos años, sin embargo, se hizo sentir la resistencia de sectores conservadores a las reformas del Concilio Vaticano II. Progresivamente se le quitó el piso a las comunidades eclesiales de base en las que se dio mayor participación a los pobres en la Iglesia y, al mismo tiempo, se fortalecieron movimientos laicales de clase alta que pusieron mucho énfasis en temas de familia y de sexualidad.
Recuperada la democracia, desde 1991 hasta 2017, se abrió una nueva etapa pastoral que puede denominarse “Catolicismo sexual”. La inauguró la carta pastoral de Monseñor Oviedo titulada: “Moral, juventud y sociedad permisiva” (1991). En esta etapa los obispos han denunciado el deterioro de la moralidad en el campo de la sexualidad: se oponen a las experiencias sexuales fuera del matrimonio, a los anticonceptivos, a los preservativos para evitar el sida, a la “píldora del día después”, a la fertilidad asistida, a los textos de enseñanza de educación sexual en los colegios, a la ley de divorcio, a la ley de aborto, a la de ley de unión de parejas del mismo sexo y, ahora último, a la ley de matrimonio homosexual. El resultado de esta etapa es tristísimo. No se ve cómo la Iglesia jerárquica puede estar en contra de la ley de despenalización del aborto en tres causales y, al mismo tiempo, no aceptar la contracepción artificial. Pero nada ha sido peor que, tras haber declarado una crisis moral sexual en la sociedad, hayan salido a la luz pública graves casos de abusos sexuales del clero contra menores de edad y personas frágiles, constatándose a la vez desidia y gestiones de encubrimiento de parte de los superiores jerárquicos y haciendo oídos sordos a las demandas de justicia de las víctimas. Después de veinticinco años, la pérdida de credibilidad en nosotros los sacerdotes ha puesto en grave peligro la transmisión de la fe.
La visita del Papa Francisco, en enero próximo, pudiera marcar el comienzo de una tercera etapa. Esta podría llamarse “Catolicismo socio-ambiental”. Más que una posibilidad, es un deseo personal mío, pero que tiene una sólida base en Laudato si` (2015), la encíclica social más importante desde Rerum novarum (1891). El planeta enfrenta una situación dramática y, en el caso de los más pobres, inminentemente trágica. ¿Qué puede aportar la Iglesia? La encíclica es un cargamento de ideas. A mí parecer, la Iglesia chilena, jerarquía y laicado, debiera capacitarse y, antes de esto, convertirse al Dios de la creación. El país necesita una mística de amor a la tierra. Bien pudiera la Iglesia cultivarla, para luego iniciar a otros en ella. La tradición judeo-cristiano tiene un acervo milenario de experiencias, de intentos y de fracasos, de vías purgativas e iluminativas, de palabras e imágenes, de sentimiento y de arte, todo lo cual pudiera aprovecharse. Necesitamos una mística, es decir, una visión y convicción espiritual, una sensibilidad estética y un compromiso ético con la humanidad y todos los seres que nos hagan gozar con la creación y, en la medida de nuestras pocas fuerzas, cuidarla amorosamente.
Los cristianos no están preparados para esta batalla. En realidad, son parte del problema. Por esto, tendrán que conectarse espiritualmente con el medio ambiente humano y ecológico, reenfocar por completo la educación, generar nuevos estilos de vida y una nueva cultura. Deseo que en esta tercera etapa, la del “Catolicismo socio-ambiental”, los católicos, en humilde colaboración con los otros cristianos, con los fieles de otras religiones, con los seguidores de cualquier idea noble y humanista, anuncien al Jesús olvidado que hablaba de Dios con su experiencia de artesano y en metáforas.
Fuente: Cristo en Construcción, Septiembre 2017
Por ser mes de la solidaridad, les compartimos, en colaboración con la Fundación Padre Hurtado, el texto “Vive contento” escrito por el Padre Alberto Hurtado en su libro «Humanismo Social».
«Hay algo que todos queremos unánimemente en todo el mundo: santos y pecadores, paganos y cristianos, grandes y chicos. Todos convenimos en una aspiración: la alegría; todos queremos ser felices.
Por eso, quien ha conseguido la felicidad ejerce una influencia inmensa, un poder de atracción enorme. Todos lo admiran, lo envidian, buscan su compañía, se sienten bien junto a él. En cambio, un hombre por más virtuoso que sea, si vive melancólico merecerá que se diga: Un santo triste, es un triste santo. Si vive lamentándose de todo, del tiempo, de las costumbres, de los hombres…, los hombres terminarán por alejarse de él, pues el corazón humano busca la alegría, lo positivo, el amor.
Y ¿cómo conseguir esa actitud de alegría que hay que tener en sí antes de poder comunicarla a los demás? Es necesario comenzar por salir del ambiente enfermizo de preocupaciones egoístas. Hay gente que vive triste y atormentada por recuerdos del pasado, por lo que los demás piensan de él en el presente, por lo que podrá ocurrirle en el porvenir. Viven encerrados en sí mismos y, claro está, no pueden salir. Cada idea que les viene a la mente parece hundirlos más en su pesimismo. Se parecen al que se hunde en el barro que mientras forcejea solo por salir, se hundirá más y más. Necesita tomarse de una fuerza extraña, distinta, para poder salir. Que se olviden, pues, de sí y se preocupen de los demás, de hacerles algún bien, de servirlos y los fantasmas grises irán desapareciendo. La felicidad no depende de fuera, sino de dentro.
No es lo que tenemos, ni lo que tememos, lo que nos hace felices o infelices. Es lo que pensamos de la vida. Dos personas pueden estar en el mismo sitio, haciendo lo mismo, poseyendo igual, y, con todo, sus sentimientos pueden ser profundamente diferentes.
Más aún: en los lazaretos, en los hospitales del cáncer se encuentran almas inmensamente más felices que en medio de las riquezas y en plenitud de fuerzas corporales. Una leprosa a punto de morir ciega, deshechos sus miembros por la enfermedad, escribía: “La luz me robó a mis ojos. A mi niñez su techo, mas no robó a mi pecho, la dicha ni el amor”.
La alegría no depende de fuera, sino de dentro. El católico que medita su fe, nunca puede estar triste. ¿El pasado? Pertenece a la misericordia de Dios. ¿El presente? A su buena voluntad ayudada por la gracia abundante de Cristo. ¿El porvenir? Al inmenso amor de su Padre celestial.
Quienquiera ayudarse también de medios naturales comience por no dejarse tomar por una actitud de tristeza. Sonría aunque no quiera; y si ni eso puede, tómese los cachetes y haga el paréntesis de la sonrisa.
No basta sonreír para vivir contentos nosotros. Es necesario que creemos un clima de alegría en torno nuestro. Nuestra sonrisa franca, acogedora será también de un inmenso valor para los demás.
¿Sabes el valor de una sonrisa? No cuesta nada pero vale mucho. Enriquece al que la recibe, sin empobrecer al que la da. Se realiza en un instante y su memoria perdura para siempre. Nadie es tan rico que pueda prescindir de ella, ni tan pobre que no pueda darla. Crea alegría en casa; fomenta buena voluntad y es la marca de la amistad. Es descanso para el aburrido, aliento para el descorazonado, sol para el triste y recuerdo para el turbado. Y, con todo, no puede ser comprada, mendigada, robada, porque no existe hasta que se da. Y en el último momento de compras el vendedor está tan cansado que no puede sonreír ¿quieres tú darle una sonrisa? Porque nadie necesita tanto una sonrisa, como los que no tienen una para dar a los demás.»