Somos parte de una Iglesia herida, en crisis, con un episcopado desprestigiado y un clero cuestionado. Especialmente grave es el descrédito y la desconfianza que una parte importante de los ciudadanos tienen en nuestra Iglesia.
Estamos en una emergencia espiritual y de gestión que nos obliga a buscar caminos posibles para cambios importantes. Necesitamos detenernos y exponernos a una brisa fresca que nos despierte y renueve un ambiente enrarecido.
Algunas verdades que no podemos olvidar
Somos limitados:
-Somos parte de una Iglesia santa y pecadora, que se equivoca. No podemos olvidarlo ni por un momento. El Papa reconoce que se equivocó, nosotros también lo hacemos mas a menudo que lo que tenemos consciencia.
-Los sacerdotes y los obispos no somos super- héroes sino tan frágiles y pecadores como todos. Somos pobres en talentos, con limitaciones y fragilidades de todo tipo, con cegueras y sorderas, con una evaluación falsa de si al considerarnos mejores, que sabemos dirigir la suerte de otros, que no necesitamos aprender de los demás. Se nos olvidó completamente que “Llevamos el tesoro en vasijas de barro”.
-No somos, y nunca hemos sido, una Iglesia de hombres y mujeres perfectos. Nosotros no lo somos, la Iglesia, como comunidad, tampoco es perfecta. Esta es la tentación más grave de los fariseos de ayer y de hoy porque se alteran todas las relaciones, se oculta nuestra realidad y nuestras carencias, se vive de “deberes ser” y de apariencias, y empieza la división de los buenos y los malos.
-Los cristianos no somos hombres seleccionados, no somos parte de una elite, sino simplemente pecadores perdonados. Somos pecadores y sin embargo llamados a prestar un servicio para que otros, católicos y no católicos, tengan vida, crezcan en humanidad, descubran y gocen de ser hijos amados de Dios.
-Necesitamos darle espacio en nuestro mundo para sentir el dolor y vergüenza por nuestra torpeza, ceguera e ingenuidad. El desarrollo emocional de nosotros sacerdotes es limitado. Tenemos que abandonar la pretensión de superioridad moral que por mucho tiempo nos asignaron y que nosotros nunca lo aclaramos.
-El demonio cuando ataca nos hace ciegos, torpes, creídos. No tenemos consciencia que somos muy vulnerables a la seducción, a la tentación del poder, del prestigio, de la vanidad, y nos cuesta reconocerlo.
-Todos somos seres inacabados, con zonas opacas en nuestras vivencias. Llevamos en nuestro interior sueños difíciles de aceptar y hechos poco claros, impulsos desatinados, palabras retenidas que no fueron dichas, olvidos voluntarios, violencias interiores. Somos más verdaderos, más honrados, cuando nos hacemos cargo de nuestro lado oscuro y, si es posible, lo compartimos con verdad cuando alguien nos puede albergar. No necesitamos solo que nos quieran sino también que por amor y con amor nos corrijan, que no enfrenten. Tenemos que aprender a ser adultos.
-Reconocer nuestra imperfección nos humaniza. Nunca disimulemos nuestras llagas, nuestras limitaciones. Tenemos que cargarlas, hacerlas nuestras, sufrirlas y con la ayuda de Jesucristo médico, sanarlas.
-Si aceptamos nuestra imperfección esto nos permite recuperar la verdad de la vida y nos facilita comenzar y recomenzar, una y otra vez. Sólo quien reconoce su fragilidad y su pecado puede tener un corazón misericordioso con los demás.
-Sabemos justificarnos, disculparnos, culpar a otros, mirar para otro lado, empatar. Lo hacemos muy bien. La autodefensa y culpar a otros nos aíslan y dañamos a otros.
-La santidad no consiste en no pecar sino en volvernos al Señor, poner nuestra vida en sus manos y dejarnos inundar por el agradecimiento y su misericordia. El no se cansa nunca de levantarnos, nos invita a descentrarnos y nos pone en el camino de los demás, a su servicio. “Acércate a mi Señor, soy pecador”
Reconocer nuestros errores
Son muchos y grandes:
-El clericalismo, la concentración de poder en nuestras manos es una oportunidad para abusos de todo tipo. Nunca hablamos entre nosotros como manejamos el poder que está presente en toda relación. Es un tabú. Toda autoridad que no tiene contrapesos y revisa su actuar regularmente tiende a abusar de ella. Así es el corazón del hombre.
-Un gobierno sólo de hombres, donde no hay participación real de las mujeres en el discernimiento, en las decisiones y en la conducción, es una torpeza sin nombre. Ellas tienen una manera distinta de aproximarse a la vida, capacidad de mediar y una visión global, que los hombres no tenemos y que constituyen un gran aporte en todo grupo de trabajo. Es un escándalo en nuestro tiempo no contar con ellas y una pérdida enorme de sus habilidades y recursos en la vida pastoral.
-Hemos tratado los abusos de todo tipo como pecados y no como delitos. El pecado puede ser perdonado, el delito tiene que ser castigado. Bajo una envoltura de bondad y de misericordia en nuestra Iglesia las faltas a la verdad, a la honradez, a la justicia, al aprovechamiento de otros por parte de los consagrados quedan impunes.
-En nuestra Iglesia se castiga sistemáticamente a los que piensan distinto, a los que traen nuevas ideas, a los autónomos. Se valora excesivamente la uniformidad de los fieles, no respetando la consciencia propia y el discernimiento personal. El Creador nos ha hecho diferentes y nos invita a cada uno a hacer caminos distintos. La unidad no es el punto de partida sino una meta a lograr. La gran tarea es lograr la unidad de los diversos.
La propuesta de uniformidad es una mala práctica, es tremendamente dañina. Nos mantiene en una fe infantil, (todo está prescrito), perdemos amplitud de alternativas, faltamos el respeto a los que no piensan, sienten y hacen como está mandado. El costo es que no nos permite crecer, adaptarnos a nuevo tiempos.
-La Iglesia favorece en sus instituciones una atmósfera de amenaza y de miedo que no permite hablar, hacer, disentir de las figuras de autoridad. Sólo se permiten ovejas mansas y sumisas pero que mienten porque la realidad es otra. Cualquier crítica se le considera una afrenta, una deslealtad, una amenaza a la comunión.
-En nuestra Iglesia tenemos miedo al conflicto, no sabemos pasar por ellos, afirmamos que va contra la caridad. No se permite hablar a la gente en los espacios eclesiales de su visión del país, de opciones sociales, políticas, morales que cada uno ha tomado, de los aciertos y desaciertos de la Iglesia. Es considerado una falta al buen entendimiento. Los conflictos además se manejan solo en el ámbito privado, o bien que se resuelvan solos, que pase el tiempo y se olviden.
-Usamos en las comunicaciones oficiales un lenguaje retorcido, con todo tipo de cuidados para no molestar a nadie pero terminan por ser incomprensibles, irrelevantes. ¿Por qué no se hablan las cosas como son, en un lenguaje comprensible, especialmente para que los pobres, los que sufren la incomprensión y la injusticia puedan sentirse acompañados? .
-No fomentamos el protagonismo laical como una prioridad. La formación de los laicos de hecho no es la tarea primordial aunque las declaraciones se repitan sobre su importancia. ¿Nos asusta tener laicos maduros?, ¿Sabemos qué es lo que ellos necesitan?, ¿Cómo les presentamos a Jesucristo?. Nos preocupamos mas de lo devocional, de cómo celebrar los ritos litúrgicos y de la formación moral.
-La Iglesia de los pobres, su riqueza, su experiencia, su vida de fe, su generosidad, sus preocupaciones en relación a la salud, la vivienda, la educación, no cuentan especialmente, aunque verbalmente está en primer lugar de nuestra preocupación. Somos más cercanos y preocupados de las posturas y de la opinión de los que tienen el poder social, político y económico, de los medios de comunicación. Terminamos compartiendo sus mismas cegueras.
-Nos cuesta sintonizar con el mundo actual, no tenemos herramientas para comprenderlo, valorarlo, aprender de el. Nos importa mas la ortodoxia doctrinal que entender las nuevas realidades culturales, familiares, laborales, sexuales, el lugar de la mujer. Tenemos temores que todo lo nuevo va a perturbar nuestra tranquilidad, nuestro espacio de confort. Nos falta una formación que nos ayude discernir y a gustar de nuestros tiempos y que nos permita reconocer las presencias y las ausencias de Dios en la cotidianeidad del trabajo, de la vida familiar, de nuestras comunidades repartidas por todas partes.
Algunas sugerencias para enfrentar la crisis y emprender nuevos caminos, en consonancia con el Evangelio.
-¿Cómo encontrar caminos nuevos partiendo desde la confusión y el error?, ¿Cómo reparar el daño provocado?, ¿Como hacer el duelo de costumbres del ayer? Cómo soñar con una Iglesia con olor a oveja?
-La crisis puede ser una buena ocasión de grandes aprendizajes. Es una inmensa oportunidad que se nos ofrece. Puede ser el punto de partida de una Iglesia novedosa, sencilla, profética, renovada, peregrina.
-No podemos permanecer en el desencanto, en la queja, en la desolación, en la protesta. Mas bien preocuparnos de estar abiertos a la visita de Dios que está siempre dispuesto a venir en nuestra ayuda. ¡El Señor no deja abandonado a su pueblo!
-Fueron laicos quienes hicieron ruido y llamaron la atención de las fallas de los consagrados en el servicio de los demás. Necesitamos reconocerles su servicio. Ellos son parte importante de la Iglesia, nunca marginales. Se requiere urgentemente de un protagonismo laical. No podemos tratarlos como niños, no escuchados, sin espacio real para tomar decisiones.
-Nuestros Obispos y los sacerdotes no podemos usar la estrategia de encerrarnos en grupos selectos, de aislarnos por temor, de culpar a otros de nuestras desgracias, de hacernos las víctimas para continuar en nuestra posición de poder.
-El primer paso es reconocer la crisis y enfrentarla. “No supimos”, “nos equivocamos”, “hemos dañado gravemente la confianza”, “Somos abusadores del poder, de consciencias y sexuales”.
Tenemos que asumir el dolor que hemos provocado a niños, a mujeres, a los que no cuentan, como también las consecuencias que se prolongan en el tiempo. No bastan palabras, tenemos que aprender a llorar, a sentir la aflicción, a expresar nuestro deseo de estar en comunión con ellos., a buscar caminos para reparar no solo el daño psicológico sino también la perdida de la confianza en los ministros formados para ser testigos de la bondad de Dios.
-Reconocer nuestro pecado y nuestros errores a quien quieran escucharnos, e invocar la misericordia de Dios que es el que mejor sana y restaura lo dañado.
-El tema central de nuestro ministerio es el cuidado de los demás, de toda persona humana, más allá de su pertenencia a nuestro grupo religioso. Somos especialistas en crear vínculos vitales y vitalizantes, así podemos ayudar a muchos a crecer en humanidad, darles a gustar la sabiduría del Evangelio, disponernos a consolar y a escuchar sus dolores y sus sueños, invitarlos a participar en las locuras del Evangelio. A menudo esto lo hemos olvidado y somos nosotros los que nos ponemos en el centro de atención de los demás.
-Revisar nuestra larga historia que nos puede enseñar que en la noche más oscura surgen los mas grandes profetas y los santos, hombres y mujeres que saben leer los tiempos y regalan su vida a causa de Jesús y el Evangelio.
-Pongamos largamente nuestra mirada en Jesucristo más que en las dificultades, en los errores, en nuestras miserias. El es quien trae las medicinas que necesitamos y que se llama “salvación”
-Que sea el Espíritu quien nos guía en los cambios a hacer, no bastan sólo nuestros intereses, nuestras rabias y desencantos, o nuestras posturas ideológicas. Que sea el Espíritu nos de audacia pastoral para crear caminos nuevos.
-Por qué no dejarnos ayudar por una empresa seria que nos haga una auditoría pastoral: qué hacemos, por qué hacemos lo que hacemos, qué recursos tenemos, qué habilidades nos faltan, qué necesitan los hombres y mujeres de nuestros tiempo.
-Atrevernos a levantar la voz, a confrontar ideas, a permitir que otros nos hagan preguntas por mas fuerte que sean. No es una falta de respeto que nos cuestionen, que desconfíen, que seamos rechazados.
-La tarea es inmensa: crear una cultura nueva de ser iglesia, y esto toma tiempo, de aprender a relacionarnos entre nosotros y con los demás, en descubrir el rostro bondadoso de Dios que ha sido olvidado, en disponernos a lavar los pies de tantos que lo necesitan.
Que el Evangelio llegue a ser la Palabra que nos ilumina, en sanar a todos los que hemos dañado por el maltrato, por volver a poner en un lugar destacado a nuestro pueblo pobre con su sabiduría, con su generosidad.
-Revisar cuidadosamente la formación que se les ofrece a los nuevos consagrados en los Seminarios y Escuelas donde se preparan los diáconos permanentes. ¿Quién nos enseña a ser pastores?
Pertenecemos a una Iglesia envejecida, enferma, pobre de talentos, pero sigue siendo una escuela de humanidad, un hospital de campaña, una presencia misteriosa de Jesucristo y el amor del Espíritu. Es nuestra Iglesia, pobre, limitada, pero hermosa.
A los Señores Obispos de Chile.
Queridos hermanos en el episcopado:
La recepción durante la semana pasada de los últimos documentos que completan el informe que me entregaron mis dos enviados especiales a Chile el 20 de marzo de 2018, con un total de más de 2.300 folios, me mueve a escribirles esta carta. Les aseguro mi oración y quiero compartir con Ustedes la convicción de que las dificultades presentes son también una ocasión para restablecer la confianza en la Iglesia, confianza rota por nuestros errores y pecados y para sanar unas heridas que no dejan de sangrar en el conjunto de la sociedad chilena.
Sin la fe y sin la oración, la fraternidad es imposible. Por ello, en este 2º domingo de Pascua, en el día de la misericordia, les ofrezco esta reflexión con el deseo de que cada uno de Ustedes me acompañe en el itinerario interior que estoy recorriendo en las últimas semanas, a fin de que sea el Espíritu quien nos guíe con su don y no nuestros intereses o, peor aún, nuestro orgullo herido.
A veces cuando tales males nos arrugan el alma y nos arrojan al mundo flojos, asustados y abroquelados en nuestros cómodos “palacios de invierno”, el amor de Dios sale a nuestro encuentro y purifica nuestras intenciones para amar como hombres libres, maduros y críticos. Cuando los medios de comunicación nos avergüenzan presentando una Iglesia casi siempre en novilunio, privada de la luz del Sol de justicia (S. Ambrosio, Hexameron IV, 8, 32) y tenemos la tentación de dudar de la victoria pascual del Resucitado, creo que como Santo Tomás no debemos temer la duda (Jn 20, 25), sino temer la pretensión de querer ver sin fiarnos del testimonio de aquellos que escucharon de los labios del Señor la promesa más hermosa (Mt 28, 20).
Hoy les quiero hablar no de seguridades, sino de lo único que el Señor nos ofrece experimentar cada día: la alegría, la paz el perdón de nuestros pecados y la acción de Su gracia.
Al respecto, quiero manifestar mi gratitud a S.E. Mons. Charles Scicluna, Arzobispo de Malta, y al Rev. Jordi Bertomeu Farnós, oficial de la Congregación para la Doctrina de la Fe, por su ingente labor de escucha serena y empática de los 64 testimonios que recogieron recientemente tanto en Nueva York como en Santiago de Chile. Les envié a escuchar desde el corazón y con humildad. Posteriormente, cuando me entregaron el informe y, en particular, su valoración jurídica y pastoral de la información recogida, reconocieron ante mí haberse sentido abrumados por el dolor de tantas víctimas de graves abusos de conciencia y de poder y, en particular, de los abusos sexuales cometidos por diversos consagrados de vuestro País contra menores de edad, aquellos a los que se les negó a destiempo e incluso les robaron la inocencia.
El mismo más sentido y cordial agradecimiento lo debemos expresar como pastores a los que con honestidad, valentía y sentido de Iglesia solicitaron un encuentro con mis enviados y les mostraron las heridas de su alma. Mons. Scicluna y el Rev. Bertomeu me han referido cómo algunos obispos, sacerdotes, diáconos, laicos y laicas de Santiago y Osorno acudieron a la parroquia Holy Name de Nueva York o a la sede de Sotero Sanz, en Providencia, con una madurez, respeto y amabilidad que sobrecogían.
Por otra parte, los días posteriores a dicha misión especial han sido testigos de otro hecho meritorio que deberíamos tener bien presente para otras ocasiones, pues no solo se ha mantenido el clima de confidencialidad alcanzado durante la Visita, sino que en ningún momento se ha cedido a la tentación de convertir esta delicada misión en un circo mediático. Al respecto, quiero agradecer a las diferentes organizaciones y medios de comunicación su profesionalidad al tratar este caso tan delicado, respetando el derecho de los ciudadanos a la información y la buena fama de los declarantes.
Ahora, tras una lectura pausada de las actas de dicha “misión especial”, creo poder afirmar que todos los testimonios recogidos en ellas hablan en modo descarnado, sin aditivos ni edulcorantes, de muchas vidas crucificadas y les confieso que ello me causa dolor y vergüenza.
Teniendo en cuenta todo esto les escribo a Ustedes, reunidos en la 115ª asamblea plenaria, para solicitar humildemente Vuestra colaboración y asistencia en el discernimiento de las medidas que a corto, medio y largo plazo deberán ser adoptadas para restablecer la comunión eclesial en Chile, con el objetivo de reparar en lo posible el escándalo y restablecer la justicia.
Pienso convocarlos a Roma para dialogar sobre las conclusiones de la mencionada visita y mis conclusiones. He pensado en dicho encuentro como en un momento fraternal, sin prejuicios ni ideas preconcebidas, con el solo objetivo de hacer resplandecer la verdad en nuestras vidas. Sobre la fecha encomiendo al Secretario de la Conferencia Episcopal hacerme llegar las posibilidades.
En lo que me toca, reconozco y así quiero que lo transmitan fielmente, que he incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción de la situación, especialmente por falta de información veraz y equilibrada. Ya desde ahora pido perdón a todos aquellos a los que ofendí y espero poder hacerlo personalmente, en las próximas semanas, en las reuniones que tendré con representantes de las personas entrevistadas.
Permaneced en mí (Jn 15,4): estas palabras del Señor resuenan una y otra vez en estos días. Hablan de relaciones personales, de comunión, de fraternidad que atrae y convoca. Unidos a Cristo como los sarmientos a la vid, los invito a injertar en vuestra oración de los próximos días una magnanimidad que nos prepare para el mencionado encuentro y que luego permita traducir en hechos concretos lo que habremos reflexionado. Quizás incluso también sería oportuno poner a la Iglesia de Chile en estado de oración. Ahora más que nunca no podemos volver a caer en la tentación de la verborrea o de quedarnos en los “universales”. Estos días, miremos a Cristo. Miremos su vida y sus gestos, especialmente cuando se muestra compasivo y misericordioso con los que han errado. Amemos en la verdad, pidamos la sabiduría del corazón y dejémonos convertir.
A la espera de Vuestras noticias y rogando a S.E. Mons. Santiago Silva Retamales, Presidente de la Conferencia Episcopal de Chile, que publique la presente con la mayor celeridad posible, les imparto mi bendición y les pido por favor que no dejen de rezar por mí.
Vaticano, 8 de abril de 2018
FRANCISCO
La unidad de los cristianos es una exigencia esencial de nuestra fe.
*Señores Cardenales
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas,
Me alegro de encontrarlos con motivo de su Sesión Plenaria, que se ocupa del tema «La unidad de los cristianos: ¿Qué modelo de plena comunión?». Agradezco al cardenal Koch por las palabras que me ha dirigido en nombre de todos ustedes. En el transcurso de este año tuve la oportunidad de vivir muchos encuentros ecuménicos significativos, tanto aquí en Roma como durante los viajes. Cada uno de estos encuentros ha sido para mí una fuente de consuelo, porque pude ver que el deseo de comunión está vivo e intenso. Como Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, consciente de la responsabilidad que me ha encomendado el Señor, deseo reiterar que la unidad de los cristianos es una de mis principales preocupaciones, y rezo para que sea cada vez más compartida por todos los bautizados.
La unidad de los cristianos es una exigencia esencial de nuestra fe. Una exigencia que fluye desde el fondo de nuestro ser creyentes en Jesucristo. Hacemos un llamado a la unidad, porque invocamos a Cristo. Queremos vivir en unidad, porque queremos seguir a Cristo, vivir su amor, gozar del misterio de su ser uno con el Padre, porque esa es la esencia del amor divino. El mismo Jesús, en el Espíritu Santo, nos asocia a su oración: «Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros […] Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado […] Para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos » (Jn 17,21.23.26). De acuerdo con la oración sacerdotal de Jesús, aquello que deseamos es la unidad en el amor del Padre, que se nos da en Jesucristo, un amor que también informa incluso el pensamiento y las doctrinas. No es suficiente estar de acuerdo en la comprensión del Evangelio, es necesario que todos nosotros los creyentes estemos unidos a Cristo y en Cristo. Es nuestra conversión personal y comunitaria, nuestra progresiva configuración con Él (cf. Rom 8:28), nuestro vivir siempre más en él (cf. Gal 2,20), que nos permiten crecer en comunión entre nosotros. Esta es el alma que respalda también las sesiones de estudio y cualquier otro tipo de esfuerzo para llegar a los puntos de vista más cercanos.
Teniendo bien en cuenta esto, se puede exponer a algunos falsos modelos de comunión que en realidad no conducen a la unidad, sino que la contradicen en su esencia.
En primer lugar, la unidad no es el resultado de nuestros esfuerzos humanos o producto construido por la diplomacia eclesiástica, sino que es un don de lo alto. Nosotros, los seres humanos no somos capaces de hacer la unidad nosotros solos, ni podemos decidir sus formas y sus tiempos. Entonces, ¿cuál es nuestro papel? ¿Qué tenemos que hacer nosotros para promover la unidad de los cristianos? Nuestra tarea es aceptar este regalo y hacerlo visible a todos. Desde este punto de vista, la unidad antes que línea de meta, es camino, con sus horarios y sus ritmos, sus retrasos y su aceleración, e incluso sus pausas. La unidad como un camino requiere pacientes esperas, tenacidad, esfuerzo y compromiso; no elimina los conflictos y no borra los contrastes, de hecho, a veces puede exponernos a nuevos malentendidos. La unidad sólo puede ser acogida por aquellos que deciden ponerse en camino hacia una meta que hoy puede aparecer más bien lejana. Sin embargo, quien recorre ese camino es confortado por la continua experiencia de una comunión gozosamente vislumbrada, si bien aún no alcanzada plenamente, cada vez que se deja de lado la presunción, y nos reconocemos todos necesitados del amor de Dios. Y qué otro vínculo nos une más a todos los cristianos sino la experiencia de ser pecadores, pero al mismo tiempo objetos de la misericordia infinita de Dios revelada por Jesucristo? Del mismo modo, la unidad del amor es ya una realidad cuando aquellos a quienes Dios ha elegido y llamado a formar su pueblo anuncian juntos las maravillas que Él ha hecho por ellos, especialmente, ofreciendo un testimonio de vida, lleno de caridad hacia todas las personas (cf. 1 Pe 2 , 4-10). Por esto, me gusta repetir que la unidad se hace al andar, para recordar que cuando caminamos juntos, es decir cuando nos encontramos como hermanos, oramos juntos, trabajamos juntos en el anuncio del Evangelio y en el servicio a los necesitados, ya estamos unidos. Todas las diferencias teológicas y eclesiológicas que todavía dividen a los cristianos serán superadas sólo a lo largo de este camino, sin que ahora sepamos cómo y cuándo, pero esto sucederá de acuerdo a lo que el Espíritu Santo querrá sugerir por el bien de la Iglesia.
En segundo lugar, la unidad no es uniformidad. Las diferentes tradiciones teológicas, litúrgicas, espirituales y canónicas, que se han desarrollado en el mundo cristiano, cuando se enraízan genuinamente en la tradición apostólica, son una riqueza, no una amenaza para la unidad de la Iglesia. Tratar de suprimir esta diversidad va en contra del Espíritu Santo, que actúa enriqueciendo a la comunidad de creyentes con una variedad de dones. A lo largo de la historia, ha habido intentos de este tipo, con consecuencias que a veces nos hacen sufrir aún hoy en día. Si en cambio, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca se convierten en conflicto, porque Él nos empuja a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Tarea ecuménica es respetar las legítimas diversidades y conducir a la superación de las diferencias inconciliables con la unidad que Dios pide. La persistencia de estas diferencias no nos debe paralizar, sino empujar a buscar juntos la manera de abordar con éxito estos obstáculos.
Por último, la unidad no es absorción. La unidad de los cristianos no implica un ecumenismo «en marcha atrás», por el que alguien debería renegar su propia historia de fe; ni tampoco tolera el proselitismo, que de hecho es un veneno para el camino ecuménico. Antes de ver lo que nos separa, hay que percibir de manera existencial la riqueza de lo que nos acomuna, como la Sagrada Escritura y las grandes profesiones de fe de los primeros Concilios ecuménicos. De este modo, los cristianos podremos reconocernos como hermanos y hermanas que creen en el único Señor y Salvador Jesucristo, comprometiéndonos juntos en buscar la manera de obedecer hoy a la Palabra de Dios que nos quiere unidos. El ecumenismo es verdadero cuando uno es capaz de correr el enfoque desde sí mismo, desde sus propios argumentos y formulaciones, a la Palabra de Dios que exige ser escuchada, acogida y testimoniada en el mundo. Para ello, las diversas comunidades cristianas están llamadas a no «competir», sino a cooperar. Mi reciente visita a Lund me ha hecho recordar cuan actual es ese principio ecuménico formulado por el Consejo Mundial de Iglesias ya en 1952, que recomienda a los cristianos «hacer todas las cosas juntos, excepto en aquellos casos donde las profundas dificultades de convicciones hayan impuesto actuar por separado «.
Les agradezco por su compromiso, les aseguro mi recuerdo en la oración y confío en la de ustedes por mí. El Señor les bendiga y la Virgen les proteja.
*Discurso del Papa Francisco frente al Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, en el 2016.
- El camino que nos lleva a Belén sigue avanzando en medio de calores y afanes. La Iglesia nos invita a detenernos, cosa muy difícil para muchos, para disponernos a encontrarnos con Jesús el niño de Belén, el peregrino de Galilea, el crucificado de Jerusalén, el que nunca se cansa de venir.
- Adviento es tiempo de novedad. Nos abre al misterio de Dios vivo, nos ensancha la mirada para que aprendamos a conocerlo, gustarlo, anunciarlo.
- Leyendo los textos muy lentamente podremos dar pasos para madurar como cristianos, elijamos algunas frases para quedarnos con ellas y rumiarlas. Este Adviento puede llegar a una experiencia inolvidable.
- “Entre Uds. hay alguien al que Uds. no conocen”
La presencia de Jesús es discreta y cuesta reconocerlo.
Tenemos que preguntarnos con la mano en el corazón: ¿Conocemos a Jesús de verdad?, ¿Dónde lo hemos reconocido?
Tenemos que volver a El, dejarnos encontrar por El, que nos conquiste el corazón. No basta que esté en nuestros labios, tiene que estar en nuestra vida toda entera, ser el cimiento de nuestra personalidad.
Tenemos que llegar a establecer con El una amistad sólida, llena de cercanía y de franqueza, que nos alegre el corazón y que haga de nosotros hombres y mujeres sorprendidos por su manera de ser, con sabiduría, con gran dignidad, plenamente humanos.
- “Jesús el que trae buenas noticias”
Si recibimos a Jesús haremos la experiencia de la salvación, el remedio que El nos trae y nos sana. Una salvación que nos llena de vida, nos consuela, nos levanta, hace de nosotros hombres y mujeres con vida nueva. Viene a cambiar nuestro corazón de piedra por un corazón de carne, nos lava el rostro con agua fresca para despertar.
El es :
– quien venda los corazones heridos, desgarrados.
– quien nos enseña a vivir con gran libertad.
– el que viene a proclamar una año de gracia.
– el que hace brotar la justicia y la alabanza.
- “Ser testigos de la luz”
Somos enviados como Juan el Bautista para allanar los caminos para que el Señor pueda nacer en la vida en muchos.
Los amigos de Jesús nos dejamos conducir por el Espíritu que nos hace irradiar una luz que ilumina la vida de los que están junto a nosotros.
Se ha fijado en nuestra pequeñez para anunciar su grandeza y que El sea amado por todos.
Su música habita en lo profundo de cada uno y no cesa de contagiar nuestras palabras y nuestro actuar, vamos cantando el consuelo de Dios y su amor gratuito.
Adviento es tiempo de novedad.
Amen
Texto de Jorge Costadoat sj
La Iglesia Católica en Chile se prepara a la venida del Papa. ¿Será importante su visita? Suponemos que sí. Pero, ¿será decisiva? Es decir, ¿podrá marcar un antes y un después? Urge que así sea.
Vista la Iglesia a la distancia de los últimos sesenta años, distingo dos grandes etapas, y espero una tercera. Desde 1961 hasta 1991, su planteamiento pastoral puede ser denominado “Catolicismo Social”. Esta larga etapa, a su vez, tuvo dos períodos. El primero, antecedido por la atención que la jerarquía católica puso a la “cuestión social” desde el siglo XIX, cuyo difusor fue el Padre Hurtado, tuvo por hito el impulso de la reforma agraria. Precisamente el año 1961 el episcopado decidió motivarla con la cesión de las propiedades de las diócesis, iniciativa concretada de un modo emblemático por don Manuel Larraín y el Cardenal Silva Henríquez.
El segundo período, desde 1973 hasta 1991, la jerarquía católica, los sacerdotes y las religiosas, laicos y laicas cristianos y creyentes en la parábola del buen samaritano, se abocaron a la defensa de las víctimas de las violaciones de los derechos humanos, personas ejecutadas, desaparecidas, torturadas, y al acompañamiento y cuidado de sus familiares. El ícono de estos años fue la Vicaría de la Solidaridad. La Iglesia Católica chilena interpretó el Evangelio como nunca lo había hecho en su historia. También por estos años, a instancias del obispo Juan Francisco Fresno, ella convocó al Acuerdo nacional que tuvo por objeto luchar para recuperar la democracia. En esta etapa, en sus dos períodos, la postura eclesiástica oficial fue bien acogida por unos, pero resistida por otros. Ya por estos años, sin embargo, se hizo sentir la resistencia de sectores conservadores a las reformas del Concilio Vaticano II. Progresivamente se le quitó el piso a las comunidades eclesiales de base en las que se dio mayor participación a los pobres en la Iglesia y, al mismo tiempo, se fortalecieron movimientos laicales de clase alta que pusieron mucho énfasis en temas de familia y de sexualidad.
Recuperada la democracia, desde 1991 hasta 2017, se abrió una nueva etapa pastoral que puede denominarse “Catolicismo sexual”. La inauguró la carta pastoral de Monseñor Oviedo titulada: “Moral, juventud y sociedad permisiva” (1991). En esta etapa los obispos han denunciado el deterioro de la moralidad en el campo de la sexualidad: se oponen a las experiencias sexuales fuera del matrimonio, a los anticonceptivos, a los preservativos para evitar el sida, a la “píldora del día después”, a la fertilidad asistida, a los textos de enseñanza de educación sexual en los colegios, a la ley de divorcio, a la ley de aborto, a la de ley de unión de parejas del mismo sexo y, ahora último, a la ley de matrimonio homosexual. El resultado de esta etapa es tristísimo. No se ve cómo la Iglesia jerárquica puede estar en contra de la ley de despenalización del aborto en tres causales y, al mismo tiempo, no aceptar la contracepción artificial. Pero nada ha sido peor que, tras haber declarado una crisis moral sexual en la sociedad, hayan salido a la luz pública graves casos de abusos sexuales del clero contra menores de edad y personas frágiles, constatándose a la vez desidia y gestiones de encubrimiento de parte de los superiores jerárquicos y haciendo oídos sordos a las demandas de justicia de las víctimas. Después de veinticinco años, la pérdida de credibilidad en nosotros los sacerdotes ha puesto en grave peligro la transmisión de la fe.
La visita del Papa Francisco, en enero próximo, pudiera marcar el comienzo de una tercera etapa. Esta podría llamarse “Catolicismo socio-ambiental”. Más que una posibilidad, es un deseo personal mío, pero que tiene una sólida base en Laudato si` (2015), la encíclica social más importante desde Rerum novarum (1891). El planeta enfrenta una situación dramática y, en el caso de los más pobres, inminentemente trágica. ¿Qué puede aportar la Iglesia? La encíclica es un cargamento de ideas. A mí parecer, la Iglesia chilena, jerarquía y laicado, debiera capacitarse y, antes de esto, convertirse al Dios de la creación. El país necesita una mística de amor a la tierra. Bien pudiera la Iglesia cultivarla, para luego iniciar a otros en ella. La tradición judeo-cristiano tiene un acervo milenario de experiencias, de intentos y de fracasos, de vías purgativas e iluminativas, de palabras e imágenes, de sentimiento y de arte, todo lo cual pudiera aprovecharse. Necesitamos una mística, es decir, una visión y convicción espiritual, una sensibilidad estética y un compromiso ético con la humanidad y todos los seres que nos hagan gozar con la creación y, en la medida de nuestras pocas fuerzas, cuidarla amorosamente.
Los cristianos no están preparados para esta batalla. En realidad, son parte del problema. Por esto, tendrán que conectarse espiritualmente con el medio ambiente humano y ecológico, reenfocar por completo la educación, generar nuevos estilos de vida y una nueva cultura. Deseo que en esta tercera etapa, la del “Catolicismo socio-ambiental”, los católicos, en humilde colaboración con los otros cristianos, con los fieles de otras religiones, con los seguidores de cualquier idea noble y humanista, anuncien al Jesús olvidado que hablaba de Dios con su experiencia de artesano y en metáforas.
Fuente: Cristo en Construcción, Septiembre 2017