“La alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuen-
tran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la

tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace
la alegría” (Evangelii gaudium 1).
Hay una alegría que el mundo no nos puede dar; Jesús nos da la alegría de
sentirnos unidos y en paz con Dios, con los humanos, con la creación entera.
Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio
para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no
se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien.
Vivimos un tiempo hermoso para el cambio o conversión, un tiempo hermoso
para hacer el bien y sembrar esperanza, un tiempo hermoso para convencernos
de que el problema principal no es que seamos más o menos numerosos, sino
que no somos mejores personas, más santos usted y yo.
Esta es una invitación y tarea de todos: la participación de todos es un derecho y
un deber. Debemos aprender nuevos modos de relacionarnos como bautizados;
y desaprender otros modos. Jesús me pide una conversión personal, ¡mía!: en mi
ser y mi actuar. Y también en las estructuras. Debemos vigilar ante la pasividad
aprendida: sensación de inutilidad, desinterés, desencanto, pereza, “déjame en
paz”, “no me interesa”, “que lo arreglen los curas que muchos enredos los han
creado ellos” …
La vida de nuestra iglesia diocesana es rica y variada; y cada uno debe realizar
el compromiso que adquirió con Dios y con la comunidad: los casados como
casados y los célibes como célibes, cada religiosa o religioso con su propio
carisma y misión.

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